sábado, agosto 26, 2006

Sabores


Resopla una vez más, ya perdió la cuenta de cuantas veces lo había hecho. Mira para ambos lados de la calle, desolada, fría, sin gente y con una humedad que pega todo, hasta el alma en el espíritu.
De su campera saca un caramelo añejado, lo desenvuelve y comienza a saborear un gusto a pasado.
Tiene miles de interrogantes en la cabeza y solo un puñado de respuestas. A lo lejos la luz del alumbrado público le indica un camino sin retorno.
Recuerda sus momentos de gloria, de éxito de los "amigos" y de ese trago que lo hacía importante: "Martini seco, con una aceituna".
Ya nada es lo que era, ni siquiera él mismo, porque la erosión eólica lo había desarticulado, sin dejarle siquiera su vergüenza.
Lo bueno o lo malo, quizás, era que no bajaba los brazos, la peleaba, aunque casi siempre perdía por nocaut.
Se atreve a cruzar la calle jugando con el empedrado y esa vías de tranvía que siguen ahí, como un testigo sin voz ni voto, pero con esos ojos que todo lo ven.
Mira la reja de la casa de ella. Un estilo barroco de cierto artista del siglo pasado, cuando su familia también quería abrirse paso.
En un instante rememora que fue allí donde ganó su primer beso, su primera cachetada y su segundo beso, todo en fracción de segundos.
Por un momento el presente se le fugaba y se veia siendo un joven de pelo largo, con pantalones anchos y un aire de revolución.
Escupe el caramelo añejado, deja que el aire invada sus conductos y saca esa hoja que se posó en su hombro tras caer del árbol de la vereda.
Su dedo índice tiembla, suda, duda. Su mente pasa imágenes a mil por hora, como si él pudiera dicernir algo.
Cuando por fin estaba por tocar el ansiado llamador, una luz se prende en el pallier. Retrocede unos pasos y la ve salir a ella.
El tiempo no había pasado ni siquiera una mañana, lucía igual. Su pelo largo, moreno, rebelde. El paso seguro y preciso, pero a la vez tierno y cautivante.
Ella le preguntó a quién buscaba y se dio cuenta que no lo había reconocido. Se avergonzó. Se preguntó si había cambiado tanto en estos 20 años en que la distancia, los caminos, las desaveniencias y los halagos lo hicieron un hombre, ya no un adolescente.
Preguntó por un doctor de apellido ininteligible, rogando que ella dijera que allí no vivía.
Fueron miles de cosas las que pensaba en tan poco tiempo que no escuchó la negativa de ella, que cruzó delante de él cerrando la puerta tras de sí y llevándose el beso y la bofetada a otro destino.

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