miércoles, junio 21, 2006

Recuerdos

Hubo alguien que una vez buscó en sus recuerdos miles de figuras.
Buscó olores, sensaciones, una lágrima que perdió en una emoción.
Sin embargo, por más que hurgaba en su memoria, había algo que sentía, que no coincidía con nada.
Pensó, revolvió en sí mismo. Por momentos creía ser un niño, en otros un adolescente, pero se veía un hombre ante el espejo, el cual no obstante no lo reflejaba como tal.
Se dijo “estás en problemas...tenés que hacer algo”. Se dispuso a tomar un papel, una pluma, intentar volcar allí sus pensamientos, sus penas y alegrías, sin siquiera saber si las mismas serían leídas por alguien alguna vez.
En un manojo de papeles en desuso, arrumbados en un altillo, allí donde todo se pierde, pero también todo se encuentra, dejó sus recuerdos.
Un día de invierno crudo, que invitaba a salir abrigado como si se estuviera en el Polo Norte, intentó saber si allí estaba su presente.
“Esto no me puede estar pasando a mí”, se repetía casi incesantemente.
“Somos de mundos diferentes, sentimos completamente distinto”, trataba de convencerse, “Pero tenemos un hilo conductor, una comunicación sin cables ni alarmas”, seguía el relato con el que trataba de autoabastecer su ánimo.
Llegó la noche, miró a su alrededor, observó esa foto color sepia que transmitía imágenes de un tiempo pasado, desempolvó el libro que escribió en su juventud y de a poco se fue quedando dormido...pero con un sueño muy a flor de piel.
Navegó por mares de todas las índoles. Se vio convertido en un temerario pirata, lleno de batallas, galones de oro, tormentas perfectas y mujeres fáciles que regalan el vino más barato.
Luego se transformaba en un ser riguroso, sin opciones de aventuras, que mantenía a rajatabla sus ideales, aunque no fuesen los de nadie, ni siquiera los de él mismo.
Muchas otras noches pensaba que la playa, un prado, las montañas, lugares extensos y sin dueños, le pertenecían.
“Yo los ví primero, en mis sueños, pero fui el primero”, se consolaba, para salir en busca de vaya a saber qué o quién.
Sabía que estaba confundido, que los bocinazos de los coches u ómnibus formaban parte del ambiente, pero él era sordo como una tapia para eso.
Miraba sin mirar. No lograba hilvanar acciones que tuvieran sentido en sí mismo.
Buscaba precipicios en una ciudad que no los tenía, pero a su vez agradecía esa virtud de la naturaleza.
“El amor puede hacer esto?...se preguntaba casi como una obsesión, “o será que el hecho de no tener un pensamiento claro me hace ser vulnerable?”
De lo que estaba plenamente convencido era de su mirada. De su calidez, de su protección, su contención.
Eran cosas que había olvidado, tal vez por impericia propia o por algún designio del mismo amor.
Evitaba mirarse al espejo, no quería reconocer sus lágrimas, pero la sonrisa le devolvía la juventud, la primavera, el caminar con los pies en el agua.
La madrugada fue su aliada. Le habló como a ese amigo imaginario de su infancia y entablaba diálogos altruistas, con teoremas, conjeturas y algún exabrupto inoportuno.
Pero llegó un día en que no aguantó más. Resopló. Se sacudió el pelo y estiró las piernas, para acomodar sus músculos y sus huesos.
Iría a verla. Le diría todo lo que pensaba, lo que sentía más precisamente. Afrontaría la encrucijada más temida, pero con los pies sobre la tierra. Se convencía en el camino de que era la decisión más acertada. Nada lo haría cambiar.
La ciudad y sus habitantes seguirían viviendo sin complicaciones, pero él debía resolver el Pitágoras que se le presentaba, pese a que odiaba las matemáticas.
Pisó las hojas recién caídas de los árboles. Se dio dos vueltas la bufanda en el cuello. Respiró profundo, sintiendo que el aire frío del río le penetraba hasta la profundidad de sus pulmones y a paso firme cruzó la calle.
La esperó en el bar, pero luego de tres cafés se dio cuenta que ella no llegaría. Que había sido ella quien había decidido por los dos.
Salió con una sensación entre triste y reconfortado a la vez, que no obstante no le convencía el alma.
Casi como que creía en que el destino le estaba dando una mano, pero no comprendía si era a favor o en contra.
Acomodó el cuello de su gabán, sintiéndose Humprey Bogart en el aeropuerto al despedir a Ingrid Bergman. Ya garuaba y el frío calaba los huesos.
Cruzó la avenida y se mezcló entre la gente, mientras ella –compungida- miraba como él se alejaba, y lamentándose también el no haber tenido valor para decirle que ya no lo amaba.