domingo, noviembre 18, 2007

Escondidas


“Uno, dos, tres...veinticinco...treinta. Punto y coma, el que no se escondió se embroma”. La cuenta y el relato terminaban siempre con la misma consigna, que daba pie a la cacería detectivesca.
Uno se sentía una presa, como esas que muestra el Discovery Channel, pero que no terminaría con sangre en el cuerpo, sino descubierto y resignado hasta que el último pudiera hacer la “liberación” general y el cazador cayera derrotado.
Ese era el juego que mis noveles 9 años adoraban y esperaba casi con los nervios que imponía la aventura, pero no por el hecho de que me gustara esconderme y engañar -con el tiempo y los años comprobé que sí, era eso- sino que podría compartir el escondite con ella. Su nombre: Alejandra.
Era menuda, pero atlética. Tenía mi misma edad, pero un pelo rubio y unos ojos verdes que podían encender París con el simple parpadeo. La sonrisa abarcaba un abanico de felicidad y era de hablar rápido, como devorándose las palabras, típico de la edad.
Mi timidez, que es una constante en mi vida, pese a que muchos no me crean aún hoy en día, era mucho más fuerte por aquellos años, principios de los '80.
Los escondites que elegíamos con Alejandra, no necesariamente eran los más oscuros, sino que me parecen eras casi los mejores, y nos gustaba quedarnos mucho tiempo ahí, no para ganar el juego -que siempre es bueno, dado que uno quedaba como un héroe ante sus amigos- sino para estar un tiempito más juntos.
Aún recuerdo que en esos “pequeños mundos” que compartíamos, ella me tomaba de la mano, yo la miraba de reojo, sintiéndome un hombre con poderes especiales, por tenerla cerca, por saberla mía, por descubrir los sentimientos vírgenes de la vida, que se presentaban en un formato de pureza total.
La calle empedrada fue la que nos unió, nos hizo conocidos y compartió tardes de juegos. Ella tenía dos hermanas -una mayor y otra menor- yo un hermano -mellizo- y una hermana menor. La coincidencia era que ambos éramos los “del medio”.
Vivíamos uno frente al otro. En un barrio como Flores que permitía por esa época compartir la tranquilidad de la siesta, que yo aprovechaba para jugar con los autitos en la vereda, después de las tareas escolares.
La imagen cada tanto vuelve a mi memoria. Ella regresando del colegio, con su delantal tableado, con moño en la cintura. Su pelo agarrado por una vincha blanca y su valija color marrón. Yo cansado, con el guardapolvos con jirones de batallas futbolísticas, los zapatos algo -bastante- gastados y un flequillo que hoy es sólo recuerdo.
Nos repartimos una mirada a la distancia, de vereda a vereda, como si fuera un código, similar a cuando bailábamos lentos o jugábamos a ser Olivia Newton John y John Travolta, en “Grease“, acaparando las miradas de todos.
Alejandra se llamaba y fue mi primera novia. La vida separó nuestros caminos, por cuestiones de los padres que prefirieron bifurcarse para un mejor porvenir.
Un año más tarde la volví a ver. Ya no era la misma. Había crecido demasiado. La ví como alguien lejano y me decepcioné a mí mismo. Ahora la recuerdo y empiezo a contar: “uno, dos, tres...”, para ver si el tiempo regresa.

Dulce

Se entregó en parte cuando vio que la boca de ella se abría y le dio su dulzura a borbotones, sin medir, pero midiéndose.
La abrazó, se dejó abrazar y compartieron el infinito que habían construido en segundos.
Sin tiempos, sin relojes, ni teléfonos celulares, a los cuales por otra parte, no le daban importancia.
Unas copas de cerveza, una vela, la luz de la calle y la sensación de estar bien en medio de esa isla que por momentos colonizaron, sin necesidad de matar a nadie, ni obligaciones que comprometan el día siguiente, o el otro o el que vendrá. Si es que habrá uno igual o parecido.
Una exhalación, un suspiro conjunto, los brazos cansados, el sudor recorriendo las espaldas de ambos, y la cama corrida centímetros de su eje, como la tierra en medio de un eclipse.
Se sintieron a gusto. Se confesaron presentes y pasados. Rieron, lloraron y compartieron el silencio y la luz de una vela que se derritió por el tiempo.
El último beso fue el prólogo de una sonrisa cómplice y un dormir juntos. Pegados. Hasta la próxima mirada.

sábado, noviembre 10, 2007

Huellas


Se había levantado más de 20 veces para cerrar las puertas del bar de la estación de ómnibus, en esa gélida madrugada de abril, en plenas sierras.
Ella estaba profundamente en silencio. Apenas había tomado un café y un té, casi sin ganas.
En la televisión -descolorida y antigua- pasaban una película clase B que la distraía, y él criticaba por no entenderla.
El tiempo pasaba lentamente, casi como si fuera un reloj de arena y la tensión entre ambos -sin saberlo uno y el otro- crecía. Se volvía un infierno.
Todo ese tedio era para esperar un ómnibus que los sacara de ahí, para proseguir las vacaciones que ya no serían igual. Como su historia. Como sus vidas.
Al cabo de una semana sin casi verse, mucho menos tocarse o acariciarse e incluso mirarse como hacía algunos años atrás, algo se percibía en el ambiente. Aunque él fue más lento para darse cuenta -o tal vez no quería- y ella sufría dudas internas que no podía exteriorizar, mucho menos a él.
Por momentos, en los meses subsiguientes, pasaron a ser como extraños conocidos.
Las mañanas juntos eran una quimera y las noches de placer casi una utopía.
El tiempo fue acomodando las cosas, seguramente no donde los dos quisieron, sino donde pudieron.
Sus historias eran fuertes de manera individual, pero también lo era desde que eligieron compartir la misma huella.
Muchas cosas se fueron dando como obvias.
Ella esquivaba sus llamadas, estiraba los encuentros y ponía excusas para tratar de afrontar su realidad, que también -por efecto cascada- le tocaba a él.
Ensimismado en su trabajo, sus miles de horas por llenar, la vorágine en que consumía su tiempo, él casi no se dio cuenta que los continentes se habían desmembrado, que un océano los dividía y los ponía a cada uno en la orilla contraria, sin botes, sin salvavidas. Ni siquiera sabían nadar.
Para cuando la ficha cayó, el juego de la vida pareció darles un "game over", sin revancha.
¿Sin revancha?. Sin segundas chances. ¿Será esto posible?
Él no se resignó, pero buscó su tiempo -aún dicen los que lo conocen que lo está haciendo- y ella se recluyó.
Buscó inventarse otras "ocupaciones", se puso excusas para no llamarlo e incluso para tratar de olvidarlo.
Los pasos, las huellas, la senda, ya no eran lo mismo.
Los caminos se habían bifurcado, alejándose.
No obstante, la mesa de un bar continúa impertérrita a la espera de una definición.
Él tiene una última ficha y la jugará, se lo autoprometió, antes que el croupier diga: "no va más".

sábado, noviembre 03, 2007

Parado


Parado, así me encuentro. Pero no estático.
Es sólo un descanso, una pausa, una reflexión, la búsqueda constante a respuestas ausentes,
pero con preguntas vivas y sentidas.
¿Por qué el tránsito es tan desordenado?
¿Por qué tu corazón se frenó ante el semáforo en rojo, si vos muchas veces infringistes las reglas?. Tal vez ya no lo deseás. Te entiendo.
Igual sigo en mis sensaciones, en el recuerdo, pero también en ese inspeccionar el fondo de las cosas, aunque las cosas parezcan más sencillas de las que parecen.
A veces me vienen unos deseos tremendos de ir corriendo hasta tu balcón y decirte: "Hey, vos, la de la ventana...No te das cuenta que te amo con toda mi alma y que vos también!"
Sin embargo el circuito no cierra y aún falta algo de valor, pero sé que ese momento llegará, no sé si con una corrida o un balcón de por medio, tal vez simplemente sea un café, como el primero que tomamos y que sirvió como prólogo de unos pies juntos en un lugar diferente.
"Amo tanto la vida, que de tí me enamoré". ¿Recordás la frase?. Alguien me la sopla en auriculares y cae justa, precisamente cuando la hoja se mancha con una lágrima que sortea una mueca de felicidad y borronea estos trazos de birome, final del viaje de mis sentidos.
Creo en la esperanza, en una nueva mañana.
Espero otra ola, que te traiga a vos en la cresta.